El sombrero que no se agachó: la lección de Carlos Manzo para Tlaxcala
La noche del 1 de noviembre, mientras en muchas plazas del país se encendían velas para honrar a los muertos, en Uruapan, Michoacán, esas mismas luces fueron testigo de otro tipo de partida.
El alcalde Carlos Manzo Rodríguez, joven, valiente, terco como suelen ser los que nacen con propósito cayó asesinado durante el Festival de las Velas, en medio de su gente, frente a los niños con los que minutos antes se tomaba fotos.
Murió con el sombrero puesto.
Y con él, murió otro intento de demostrar que todavía hay políticos que no se doblan.
Manzo había sido claro: “A los delincuentes no se les abraza, se les enfrenta”. Esa frase, que le ganó aplausos y enemigos por igual, resume la contradicción de un país donde la valentía cuesta caro. Había pedido apoyo federal, había advertido que lo querían muerto, pero siguió caminando sin escoltas, recorriendo los cerros y hablando frente a la cámara con la seguridad de quien no tiene nada que esconder.
Su historia no pertenece sólo a Michoacán. También habla de Tlaxcala, de sus presidentes municipales, de sus comunidades pequeñas donde la política se disfraza de buena vecindad y los silencios pesan más que los discursos.
Aquí también hay quienes levantan la voz contra la corrupción local o los pactos de poder que todos conocen pero pocos nombran.
Aquí también hay funcionarios que viven entre la fe y el miedo.
Lo que pasó con Manzo nos recuerda que el poder local ese que parece menor frente al brillo de los congresos y las gubernaturas es, en realidad, el más vulnerable. El alcalde, el regidor, el policía municipal, son los que dan la cara directa al ciudadano… y también al crimen.
Y cuando el Estado no llega a tiempo, ellos quedan solos.
En Tlaxcala no se oyen ráfagas, pero sí murmullos; no hay narcofosas, pero hay omisiones; no hay ejecuciones mediáticas, pero sí decisiones cobardes. Y la cobardía también mata, solo que en silencio.
Por eso la muerte de Carlos Manzo no puede verse como una tragedia lejana. Es una advertencia.
Es la evidencia de que ser congruente, honesto y visible sigue siendo peligroso en este país.
Y es, al mismo tiempo, una invitación para quienes gobiernan Tlaxcala y para quienes aspiran a hacerlo desde cualquier trinchera a recordar que la dignidad también tiene costo, pero que hay precios que vale la pena pagar.
Porque el sombrero de Carlos Manzo no cayó por vanidad, sino por convicción.
Y si en Tlaxcala todavía hay políticos que miran de frente, ojalá lo usen como símbolo, no como advertencia.
Nancy Blancas
Punto y aparte
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